Escrita al alimón con su hermano,
Sven, la última película de Mia Hansen-Love viene a ser una obra autobiofráfica
sobre un disc-jockey de música electrónica apasionado por el estilo garage
house, a la cual en un momento dado define como “una mezcla de euforia y
melancolía”.
Y el principal acierto del film
es precisamente ése, que se construya mediante fragmentos en los que coexisten
una y otra emoción, aunque la que predomine, como es acostumbrado cuando una
vida es examinada en retrospectiva, sea la melancolía
Realizadora joven y aún en
proceso de maduración – Eden es su
cuarta película -,Hansen-Love sortea tanto los excesos a los que podría tender
una narración puntuada sobre raves,
drogas y personajes más o menos excesivos, como el examen moral tan habitual –
incluso en modernas y prestigiosas piezas - cuando se tratan temas como el de
la adicción a las drogas.
La
pretensión de la directora era hacer una crónica generacional, sobre el french house, movimiento en el que
sobresalieron los famosos Daft Punk – sobre los que hay una recurrente broma,
además de constantes referencias -, cuya carrera transcurría en paralelo a la
del DJ Paul, cuya vida desde que es poco más que un quinceañero hasta que su
vida se acerca a la cuarentena es la que sirve a la autora para articular
acertadamente esa crónica, una crónica y una vida escritas con letra minúscula.
(Nota: esta reseña se publica en el número del mes de octubre (n. 330) de la revista Ruta 66)
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