Esta película de vitalista título
es la que, finalmente, servirá como un brillante
colofón a la extraordinaria carrera cinematográfica de Alain Resnais, cineasta
que se mantenía activo rebasados los noventa años de edad.
Una carrera que se inició en la
década de los años cincuenta del siglo pasado con cortometrajes sobre Van Gogh,
Gauguin o el Guernica de Picasso o un estremecedor cortometraje documental – en
el que colaboró con el gran Chris Marker - sobre los campos de concentración
nazis. Más tarde, en su paso al largometraje, Resnais inició su andadura
colaborando con autores como Marguerite Duras o Alain Robbe-Grillet, pero que
con el tiempo, mediada la década de los años ochenta, adaptará otro tipo de
obras – sólo en apariencia – más leves, casi vodevilescas, como esta pieza
teatral de Alan Ayckbourn, a quien ya había adaptado en dos films anteriores.
Lejos de evitar toda referencia
al origen teatral del material, el autor de Muriel
lo refuerza mediante el uso de telones y fondos dibujados, obra del dibujante
de comics – otra gran pasión de Resnais – Blutch, responsable así mismo del
extraordinario cartel del film, y del diseñador de producción, Jacques
Saulnier, pero también a través de la interpretación de los actores – algunos
de ellos como Sabine Azéma o André Dussollier, cómplices de larga trayectoria –
siempre bordeando la sobreactuación, puntuado todo ello por la música de Mark
Snow.
La
cinta se cierra con los personajes presentado sus respetos al ataúd del amigo –
protagonista ausente, como el Godot de Beckett, de la obra -, destacando su
carácter juvenil y su vitalismo. El espectáculo debe continuar, dicen.
(Nota: esta reseña se publica en el número del mes de octubre (n. 330) de la revista Ruta 66)
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