1 de agosto de 2013

Leyendo en agosto...

Ya ha comenzado agosto y ya empiezo a rendir cuentas de mis lecturas tal y como, de alguna manera, me había comprometido ayer.

Aunque previamente, y si se me permite la anécdota, ninguno de los libros que en esa entrada comentaba que me había propuesto leer figura en la heterogénea selección que ha hecho El Periódico (creo que, por el momento, sólo es accesible vía web para suscriptores de pago) de 23 títulos para el verano. He leído uno de la lista, como No soy Sidney Poitier, regalo de O por mi cumpleaños...
(por cierto, el traductor automático del programa considera que "Sidney" es incorrecto y me ofrece como alternativa, "disidente", ahí lo dejo).

Ahora sí, ya puedo comentar que ayer, disfrutando del tiempo libre mientras esperaba que pasara el técnico para cobrarme la factura por haber arreglado el día anterior el termo de agua caliente, pude acabar El ejército furioso, de Fred Vargas.

Hacia tiempo - varios años - que ya no leía a la autora negrocriminal francesa y estaba, en cierto modo y por decirlo de una manera un tanto cursi, bastante ilusionado por reencontrarme con su criatura, el comisario Adamsberg, al que en el transcurso que llevaba sin saber de él, le ha "aparecido" un hijo de veintipico años, aunque continua resolviendo casos gracias a una intuición que su cuerpo somatiza en diversos síntomas físicos, como bolas de electricidad en la nuca. Tal vez la memoria me traicione, pero creo que en esta novela abundan más los diálogos y la narración, no sólo por esta causa, parece más escueta, más cinematográfica,  con un protagonismo más repartido entre el personal, tan o más excéntrico que él, al servicio de Adamsberg - entre los cuales destaca la rivalidad entre Danglard y Veyranc - y el resto de personajes, es decir, los sospechosos de haber cometido los hechos criminales.

Como ya indiqué ayer, lo que más me ha gustado ha sido la conexión entre tres intrigas - una de las cuales, por cierto, queda sin solucionar (o al menos sin castigo) - lo que induce a que el libro se lea, como suele decirse, "de un tirón". Lo que menos, como me suele ocurrir con este género, la resolución, que es algo alargada - incurre en la moda, tan socorrida en el último cine de género, del falso final -, además de la ya habitual trampa de recurrir a información adicional que se ha escamoteado hasta justo ese momento al lector.

Ya he comentado en el párrafo anterior que uno de los crímenes que Adamsberg y los suyos han de resolver queda sin castigo aunque, bien mirado, tampoco parece deducirse que los responsables de los otros dos vayan a ser castigados por ellos, aunque por variadas razones. Extenderme en ellas haría que me viera obligado a ofrecer detalles que creo que perjudicarían al lector interesado habida cuenta, además, de que es precisamente la evolución de la(s) intriga(s) - que no, insisto, su desvelamiento - el aspecto que considero más positivo de una obra que, por lo demás, bien puede merecer una posible lectura.

Ayer también comencé pues con otro volumen, El anarquista que se llamaba como yo, de Pablo Martín Sánchez. He leído la introducción y el primer capítulo. Pese a su extensión pienso que es un libro que puedo leer con cierta comodidad y puedo simultanear con otras lecturas, también apuntadas ayer, como Leyner o Foster Wallace. Me ha sorprendido, en comparación con su primer libro, FrICCIONES, la apuesta, por lo poco que he leído, por una literatura algo más convencional. La acción se despliega temporalmente en dos planos: la biografía desde su nacimiento - literalmente -del personaje principal y las andanzas de éste, ya adulto, en el París de los años 20. Abundan, en las pocas páginas que he leído, las menciones a datos históricos que acaecen mientras se va sucediendo la narración - como la creación del Instituto Nacional de Meteorología, por ejemplo - o la inclusión, como personajes, de famosas personalidades históricas: en estas primeras páginas, Vicente Blasco Ibáñez o Ángel Pestaña, recurso bastante habitual... Veremos.

Coda: Leí FrICCIONES, gracias a esta reseña de José Luis Amores, editor de Pálido Fuego y por lo tanto de Leyner y de Foster Wallace...

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